Actualizado 13 de noviembre de 2025 - 12:33 p. m.
Tragedia de Armero: 'Galleguito', el genio tolimense que predijo la catástrofe pero que no fue escuchado
La vida de Fernando Gallego, el profesor tolimense que advirtió la tragedia de Armero antes de 1985 y fue tachado de loco por alertar al país
Periodista Digital
El profesor Fernando Gallego fue tildado de loco por sus advertencias sobre Armero.Crédito: Cortesía | Adaptación IA
El Nevado del Ruiz no es una montaña; es un ser arrugado y paciente entre el Tolima y Caldas, un león que duerme con el sueño nervioso de las bestias salvajes y que, muy de vez en cuando, exhala. No por erupción, sino por resabio, por el tedio de la espera. Y en 1985, ese tedio se convirtió en un rugido que solo una persona se atrevió a advertir con la dignidad de un sacerdote.
Su nombre era Fernando Gallego Jaramillo, pero para el Líbano, Tolima, y para la historia de la vergüenza nacional, era simplemente el ‘loco’.
Galleguito, como lo recuerda su familia y las calles del pueblo, no era un científico de laboratorios. Era un genio de montaña, un profesor de pueblo, un hombre que se construyó a sí mismo con la sabiduría de la naturaleza que lo rodeaba. La verdad, para él, no se encontraba en los informes extranjeros ni en los estudios con presupuesto, sino en el pulso y la fiebre de la tierra.
Mientras el Gobierno Nacional y los comités operativos de emergencia emitían boletines de "paz y tranquilidad" para sedar a las 26.000 almas que vivían bajo la sombra del Ruiz en Armero, Fernando Gallego subía. Subía dos, a veces tres veces a la semana al nevado que es también volcán, toda una rareza, como 'Galleguito'.
En su casa tenía un misterioso gabinete lleno de piedras y ceniza. Montó un laboratorio con las uñas. Su hermana, Norela Gallego, habló con Minuto60 sobre los recuerdos que aún conserva de él. Recuerdos de amor y asombro, la misma mezcla con la que se habla de algo sagrado y extinto.
"Él era un ser de otro planeta, la verdad. La inteligencia de él era, jum... Y todo con las uñas, porque él nunca recibió apoyo de nadie”, suspira con algo de enojo y algo de orgullo su hermana.
Fernando Gallego era el custodio de la montaña. Sus ojos, que podían leer un libro con solo mirar la solapa, se clavaban en la tierra y le revelaban el destino: sabía la frecuencia exacta de los sismos, la intención de las cenizas que emitía el nevado, la carga mineral del agua del río Lagunilla.

El profesor Fernando Gallego era oriundo de Falan, Tolima. FB: Paola BG
Las clases del profesor Gallego
Gallego era de Falan, Tolima, pero llegó al Líbano alrededor de sus 30 años para trabajar en el colegio Claret. Desde el momento en que puso un pie en el municipio, se quedó. Era de esos hombres que se asientan y florecen, entregando su vida a la comunidad y a su familia.
Su vida fue un testimonio de generosidad y nobleza. Su hermana Norela cuenta, con el corazón arrugado, que Fernando, en sus inicios, no podía sostenerse. Para ayudar a su familia, que no pasaba por un buen momento económico, se quedó a vivir en el colegio.
Y su método para sostenerlos era una lección de disciplina. Vendía el almuerzo y el desayuno para comprar materiales e ir levantando, ladrillo a ladrillo, la casita donde vivían. Era un padre absoluto para sus cuatro hermanos.
"Él era un hombre, no, Dios mío. Él fue el papá de nosotros también… prácticamente estuvo toda la vida con nosotros", recuerda ella, también profesora.
Pero si su disciplina física era notable, su intelecto era como una montaña de conocimientos. Norela lo describe como alguien que "sabía de cualquier tema que se le pusiera; lo que le preguntaran Fernando lo respondía y con una propiedad de experto".
No solo leía, sino que diseccionaba la información. El ritual era siempre el mismo: miraba la solapa de un libro, leía el resumen y, de alguna manera, su mirada se metía en el papel y sabía exactamente en qué páginas encontrar el tema que necesitaba.
Su inteligencia no era abstracta, era práctica. Se convirtió en una especie de médico popular y toxicólogo aficionado. Advertía a sus hermanos. "Este tomate no se puede consumir. Está fumigado totalmente con veneno. Mírenle en esta parte, este punto verde que aparece", lo extraña Norela. Y cuando la familia iba a comer pollo, por ejemplo, debía pasar primero por su análisis.
En el aula, su método era revolucionario y cercano a la poesía. Sus estudiantes lo recuerdan haciendo del piso una pizarra o explicando la inmensa masa interna del volcán a través de una sombra, utilizando una sombrilla al revés para dar a entender que "adentro de eso había una gran masa" que se calentaba. Era un científico que recurría a la metáfora visual para hacer comprender la verdad.
“Él decía: ‘el caudal del río subirá tantos metros y bajará por la montaña con lodo’. Nos decía que arrasaría con todos, y él nos explicaba y nos contaba, y a nosotros nos parecía como mentira. En octubre fueron las fiestas del colegio, él hizo con los alumnos de once una maqueta gigante, hicieron el nevado y efectivamente el nevado erupcionó, olió a azufre y se vio cómo bajó la lava y cómo destruyó Armero”, contó Maryori Mojica, una de sus estudiantes de la época.
Fernando Gallego era la honestidad encarnada. Cuenta Norela que, después de la tragedia, incluso le ofrecieron ser “ministro de algo en el Gobierno -no se acuerda de qué-, pero él se negó”. La política no le daba para conciliar con su ética transparente. Si un amigo lo necesitaba, el peso que tuviese en el bolsillo era para él.
"Las contradicciones se resuelven a favor de quien tenga la razón”, solía decir, casi como un mantra de su vida.
El libreto del desastre y la profecía ignorada
Durante dieciséis años, Gallego fue escribiendo el libreto de una obra de teatro cuyo desenlace nadie quería ver. Y en ese libreto, tres puntos se levantaban como advertencias inamovibles de la fatalidad.
Primero, que la erupción era inminente en el tiempo que él había establecido. Llegó a decir que el Ruiz haría erupción en una fecha "no menor a 25 años" y lo predijo con exactitud. Segundo, que la mayor amenaza no sería la ceniza, sino el deshielo fulminante del nevado.
Y tercero, el detalle más poético y más terrible: que si una gran roca ubicada en el cauce del río Lagunilla era arrastrada por la avalancha, Armero sería borrado del mapa. Él suplicaba que fuese removida de a poco, porque si no, lo que no se llevaría el lodo, se lo llevaría la piedra.
Él no solo miraba al volcán; miraba las consecuencias en el horizonte. Registraba y advertía cómo iban a suceder los derrumbes en la vía Líbano-Armero y lo que iba a seguir sucediendo. Incluso profetizó las enfermedades que azotarían al Líbano por la contaminación: "La gente en el Líbano se va a morir de cáncer y de infartos", dijo alguna vez, como prediciendo su propia muerte.
Este hombre gritó por la salvación de Armero. Creó planes de contingencia, ideó rutas de evacuación y suplicó que dotaran a los organismos de socorro de radios con la frecuencia necesaria para vencer la distancia y el caos.
Advirtió, con la voz de un oráculo moderno, que las comunicaciones telefónicas no servirían. Pero a él, el único que conocía el volcán por dentro, le fue "rotundamente prohibido dar cualquier declaración de alerta".
En vez de apoyo, recibió prohibición. En vez de oídos, le dieron la espalda. Los alcaldes de Armero y del Líbano emitieron decretos en su contra. De todos los documentos que la historia rescató, el Oficio Número 833, fechado apenas dos meses antes de la tragedia, es la lápida del sentido común. El alcalde de Líbano le exigía, con arrogancia administrativa, que se callara.
"Me permito exigirle, según disposiciones del Código de Policía, abstenerse de emitir en calles todo comentario que conlleve a la perturbación emotiva y de comportamiento ciudadanos", se lee del documento.
El genio fue condenado por alterar el orden público. La ironía era tan grande como la tragedia que se venía: lo amenazaron con ser capturado, le impusieron un perímetro prohibido alrededor del nevado y el río Lagunilla. Fue tildado de "creador de pánico" y debió esconderse por el Tolima para "salvaguardar su vida".
Fernando Gallego Jaramillo, el hombre que intentaba salvar a 26.000 personas, fue reducido a un paria. El Líbano se burlaba de él; hasta sus conocidos lo evitaban, sintiendo más confianza en los informes presentados por el Comité Operativo Local de Emergencia y en los comentarios de algunos geólogos extranjeros que ni siquiera conocían el país. Gallego, en un silencio absoluto, solo podía ver cómo su gente se arrullaba en la falsa calma.

La alcaldía del Líbano, Tolima, emitió un documento para silenciar al profesor Gallego. Archivo particular
El viaje al corazón de la avalancha
Y el día llegó, el trágico 13 de noviembre de 1985. Consumido por la culpa de la que no era culpable, se fue a Armero temprano, justo al epicentro del caos. Buscó a sus amigos, intentó gritar, pero de allá lo echaron también, señalado de generar caos.
Lo vieron mirando el agua del río Lagunilla, sacando muestras, viendo que ya venía completamente cargada de azufre y alumbre, la prueba irrefutable de que el león dormido había despertado.
El día de la tragedia tuvo que huir de Armero, disfrazarse, literalmente, de "loco", para que alguien lo subiera en un carro fuera de la zona de riesgo. Un amigo, una persona que lo quería mucho, lo subió en un Jeep. En ese viaje de vuelta, en la agonía, le confirmó a su compadre la profecía más dolorosa.
"No, el nevado ya está haciendo su erupción y lo más grave, hermano -le decía al amigo- y lo más grave es que esa piedra gigante se va a llevar Armero". Hoy esa piedra gigante es visitada por curiosos en el corazón de un pueblo que ya no existe.
Llegó al Líbano mientras la gente celebraba una fiesta en el colegio Nocturno. La ceniza comenzó a caer. Gallego no necesitó un informe oficial, sintió el temblor en su alma. "No, ya el nevado erupcionó", volvió a decir. "Créanme que mañana Armero no está. Estará borrado de la faz de la tierra", sentenció.
Llegó a la casa completamente destruido. Sabía que 100.000 toneladas de lodo estaban en movimiento y que las personas no alcanzarían a llegar a la parte alta porque nadie les avisó. "El león dormido llegó, se lo llevó todo y quedó un planchón ahí en lo que era Armero. Fue literal", dice Norela.
A la mañana siguiente, con el país sumido en el espanto, Gallego Jaramillo regresó al palacio municipal del Líbano de donde salieron los documentos que lo amenazaron. No fue a reivindicarse, fue a arrojarles el escarnio y la verdad. Todos estaban aterrados porque el pueblo amaneció con las calles forradas en ceniza, pero nadie estaba enterado de lo que había pasado.
Les dijo de manera irónica que él, el loco, había regado un poco de arena en el piso para que le creyeran y, luego, con la voz templada por el dolor, les confirmó la noticia que ellos ni siquiera sabían: Armero había desaparecido.
Salió del palacio y la gente en la calle, que días atrás le negaba el saludo, se abalanzó sobre él pidiendo la explicación que ya no servía para nada. Él no se detuvo. Su misión había terminado. "A eso vine, señores. Y hasta aquí llegó la historia del loco".

El profesor Fernando Gallego dictaba clases de biología, ciencias naturales y filosofía en el colegio Claret del Líbano, Tolima. Cortesía
El precio de la verdad y la muerte profetizada
El peso de lo no escuchado se le instaló en el alma. Galleguito era un hombre noble, la nobleza personificada. Un hombre que, incluso después de ser humillado, seguía ayudando a los estudiantes con sus tesis. Fue un padre para sus hermanos, un ángel para su madre, a quien amaba y de cuyo lado jamás se separó.
Pero la carga emocional que le produjo la muerte de más de 24.000 personas que él pudo evitar le pasó factura. El hombre que había advertido sobre los infartos por contaminación fue víctima de su propia profecía. Era hipertenso y sumamente nervioso, condiciones que se agravaron con el estrés y la desazón.
El genio que había predicho con exactitud la fecha de la erupción, la composición de la avalancha y el fin de un pueblo, murió de la manera más sencilla e irónica: un infarto fulminante. El hombre que cargó con el destino de miles murió por la fragilidad de su propio corazón. Norela cree que las dos visitas semanales al Nevado, que en sus últimos tiempos fueron casi diarias, también le afectaron la salud.
Murió un año después de haberse pensionado, a los 66 años, en 2011. Venía de un evento cultural en la Casa de la Cultura de Líbano. Iba camino a su casa, y una cuadra antes de llegar, el cansancio y la rabia contenida le cobraron la factura final. Un conductor que pasaba por allí lo vio caer. Cuando su hermana llegó, no había nada que hacer.
El regreso a la tierra
Fernando Gallego no ha muerto. "Él sigue ahí latente", dice Norela. Y su memoria es el único refugio ante la "desazón de no haber sido escuchado".
Su familia sabe que la naturaleza, a la que él había servido y que amaba con la obsesión de un enamorado, le brindó una elegía. El día de su despedida, los pájaros se reunieron y, cuando el cuerpo finalmente se fue, comenzaron a cantar.
Fue el recibimiento de la tierra al guardián de la montaña, al genio que se quedó en este mundo "como prestadito" y que solo regresó a casa cuando el Ruiz, por fin, tuvo que darle la razón.
Fue un consuelo, un bálsamo místico que le dijo a la familia, en el idioma del viento y las aves, que Fernando, el loco, el hombre que no quiso el título de ministro y que eligió ser el profeta de la catástrofe, estaba en paz, finalmente en el único lugar donde fue escuchado con respeto.