Dicson Alfonso Cabrera Villalobos
Periodista Digital

Dicson Alfonso Cabrera Villalobos
Periodista Digital
El 2 de diciembre de 1993, en un tejado del barrio Los Olivos, en el occidente de Medellín, cayó abatido Pablo Emilio Escobar Gaviria, jefe del Cartel de Medellín y uno de los criminales más violentos y poderosos que haya enfrentado Colombia.
Tenía 44 años. Su muerte marcó el final de una de las etapas más cruentas que vivió el país, una época definida por atentados terroristas, asesinatos dirigidos, carros bomba y una guerra abierta contra el Estado que dejó miles de víctimas.
Tres décadas después, la fecha sigue siendo símbolo de un punto de quiebre nacional: el momento en el que el Estado logró doblegar a un hombre que había puesto en jaque a la justicia, a la política, a la economía y a la estabilidad democrática del país.
Durante los años ochenta y principios de los noventa, Colombia fue escenario de un enfrentamiento simultáneo en distintas direcciones. Por un lado, el Cartel de Medellín, liderado por Escobar, luchaba contra la extradición a Estados Unidos, lo que consideró su amenaza mortal. Por otro lado, se fraguó una disputa interna en el mundo del narcotráfico: la guerra entre los carteles de Medellín y Cali, dos estructuras que compartían origen económico pero tenían filosofías opuestas.

Pablo Escobar en su corto paso por la política, al lado de Alberto Santofimio. Colprensa
El Cartel de Medellín prefería la violencia abierta: terrorismo urbano, ataques masivos, asesinatos selectivos de figuras públicas y decisiones que ponían a la población civil como blanco del miedo. El Cartel de Cali, liderado por los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, optaba por la infiltración política, la corrupción y el bajo perfil. Nunca hubo tregua real entre ambos: mientras Medellín desataba bombas, Cali financiaba estructuras que buscaban destruir a Escobar, como Los Pepes.
Este enfrentamiento contribuyó a la degradación de la violencia y a una sensación de guerra sin cuartel: dos poderes criminales luchando entre sí, pero también contra el Estado.
Pablo Escobar y su organización cometieron algunos de los actos terroristas más graves en la historia de América Latina. Entre los más recordados:
El líder liberal, favorito para ganar la presidencia, fue asesinado en Soacha el 18 de agosto de 1989 por orden de Escobar, tras convertirse en el símbolo político de la lucha contra el narcotráfico y la extradición.
Un explosivo colocado en la aeronave estalló en pleno vuelo, asesinando a 107 personas, en un intento de matar al candidato presidencial César Gaviria.
Un carro bomba con más de 500 kilos de explosivos fue detonado frente a la sede del Departamento Administrativo de Seguridad en Bogotá. Murieron 63 personas y se registraron más de 500 heridos. Fue uno de los actos terroristas más devastadores de la época.
Durante su fuga tras escapar de “La Catedral”, el cartel detonó decenas de vehículos cargados con explosivos en Medellín y Bogotá, como represalia por la ofensiva estatal y para presionar negociaciones.
Más de 500 policías fueron asesinados por órdenes de Escobar. Magistrados, investigadores y reporteros también cayeron víctimas del terror narcotraficante. El asesinato de Guillermo Cano, director del diario El Espectador fue uno de los más sonados.
Cada ataque no solo buscaba doblegar al Estado: también pretendía sembrar miedo generalizado y mostrar la capacidad destructiva del cartel.

El candidato presidencial, Luis Carlos Galán fue asesinado en Soacha en un evento de campaña. Colprensa
El poder económico de Escobar dio lugar a excentricidades que parecían extraídas de una novela surrealista. Una de las más emblemáticas fue La Catedral, la cárcel que él mismo diseñó y construyó tras negociar su entrega al gobierno de César Gaviria en 1991. Lejos de ser un centro de reclusión, La Catedral funcionó como un lujoso refugio con canchas, vista privilegiada, teléfonos, salas de juego, habitaciones confortables e incluso áreas para fiestas. Desde allí continuó operando su negocio criminal, ordenando asesinatos y manteniendo su estructura activa. Su fuga en 1992, tras descubrirse estos privilegios, desencadenó la última fase de su persecución.
También sobresale lo que fue la Hacienda Nápoles, su imponente propiedad en el Magdalena Medio. Allí construyó un zoológico privado con animales exóticos traídos ilegalmente de varias regiones del mundo: elefantes, jirafas, hipopótamos, cebras y aves de diversas especies. Con autos de colección, pistas de aterrizaje y lujos desbordados, Nápoles se convirtió en un símbolo del poder y la extravagancia del capo.

La avioneta en la entrada de la hacienda Nápoles era un símbolo del narcotráfico de Pablo Escobar. Colprensa
La estructura sicarial que operaba bajo el mando de Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, fue una de las más temidas durante la época del Cartel de Medellín. El grupo, integrado en su mayoría por jóvenes reclutados en los barrios populares de la ciudad, ejecutó centenares de asesinatos selectivos por orden directa de Pablo Escobar. Sus métodos eran despiadados: atentados en plena vía pública, asesinatos a sangre fría y acciones coordinadas con explosivos que no distinguían entre objetivos y civiles.
Los sicarios, entrenados para actuar sin escrúpulos y con absoluta lealtad al jefe del cartel, se convirtieron en una maquinaria criminal que operaba con frialdad quirúrgica, cumpliendo desde homicidios de figuras políticas y jueces hasta ataques indiscriminados que marcaron algunos de los capítulos más dolorosos del conflicto urbano en Medellín.

Jhon Jairo Velásquez fue uno de los sicarios más sanguinarios que trabajaba para el capo. Colprensa
Pablo Escobar impulsó la construcción del barrio Medellín sin Tugurios, como parte de una estrategia calculada para mejorar su imagen ante los sectores más vulnerables de la ciudad. Presentado como un gesto de filantropía, el proyecto consistió en la reubicación de familias que vivían en condiciones precarias, a quienes entregó viviendas nuevas como símbolo de progreso social. Sin embargo, detrás de esta aparente generosidad se escondía un plan más amplio de legitimación social: Escobar buscaba consolidar una base de apoyo popular que lo defendiera y protegiera mientras expandía el poder del Cartel de Medellín. Así, estas obras se convirtieron en una herramienta de influencia política y social, diseñada para lavar su imagen y consolidarlo como un “benefactor” en medio de su violenta carrera criminal.
Tras la fuga de Escobar de su prisión diseñada a la medida, conocida como “La Catedral”, el Estado colombiano, con apoyo técnico de Estados Unidos, reestructuró la cacería. El Bloque de Búsqueda, un grupo élite integrado por la Policía y la Fiscalía, se convirtió en el símbolo de la resistencia estatal frente al terrorismo.
La persecución, que mezcló inteligencia, infiltración, colaboración ciudadana y rastreo tecnológico, cerró el cerco. A ello se sumó la presión de grupos ilegales como Los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que perseguían y exterminaban al entorno cercano del capo.
Finalmente, el 2 de diciembre de 1993, después de interceptar una llamada telefónica que Escobar hizo a su hijo, las autoridades llegaron hasta su escondite. La persecución culminó con su muerte en un tejado, en un operativo rápido que puso punto final a su reinado de terror.

Pablo Escobar posa tras ser detenido en Medellín. Redes sociales
Aunque su muerte cerró el capítulo del Cartel de Medellín, las secuelas de su violencia aún se sienten: miles de familias destruidas, instituciones golpeadas, una cultura del miedo que tardó años en superarse y un modelo criminal que dejó precedentes peligrosos.
Treinta y dos años después, la fecha vuelve a recordar a Colombia que su historia reciente estuvo marcada por una guerra sin sentido, en la que miles de inocentes pagaron el precio de la ambición y el terror.
La memoria sigue siendo el antídoto para que un capítulo así jamás vuelva a repetirse.

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